Nuestros hijos están creciendo en un mundo donde pueden volverse adictos a químicos «felices», como es la dopamina. En otras palabras, vivimos en una sociedad en la que estamos expuestos a lo inmediato y placentero que nos invita a vivir «atragantados» en las cosas que nos gustan. Pueden ser adicciones a las drogas, alcohol o pornografía, pero también pueden ser placeres simples como Netflix, TikTok, videojuegos o incluso comida chatarra.
La psiquiatra estadounidense Anna Lembke, profesora de la Universidad de Stanford, en su libro más reciente «Dopamine Nation: Finding Balance in the Age of Indulgence», explica la conexión del cerebro entre el placer y el dolor. Podemos decir, cuando buscamos placeres sin parar, ya sea legal o ilegal, que nos metemos con la neuroquímica de nuestro cerebro. Aunque pareciera contradictorio, cuanto más perseguimos los placeres, más se trata de compensar el cerebro, dejándonos en un estado de agotamiento de dopamina.
Por ejemplo, el consumo de drogas deteriora la dopamina hasta el punto de que el cerebro puede buscar esa sustancia por encima de cualquier otra cosa. El cerebro llega a cierta tolerancia en el consumo de dopamina y, ante la sobrestimulación, busca una mayor producción de este neurotransmisor para lograr sentir el mismo nivel de placer que la primera vez. En la recuperación, la dopamina no sanará por sí sola, pero los niveles deben restablecerse mediante la introducción de comportamientos diarios saludables como la autorregulación y abstinencia en nuestra rutina.
Nuestro cerebro siempre busca formas naturales para mantenerse químicamente equilibrado, por ejemplo, cuando decidimos correr cinco kilómetros, lo que puede ser una experiencia desagradable, pero después de un tiempo, nuestro cerebro equilibra la incomodidad y, al terminar de hacer ejercicio, nos sentimos bien. Sin embargo, el exceso de producción de dopamina al realizar actividades placenteras se puede convertir en una adicción y con la incapacidad de parar.
Necesitamos reconocer que nuestra naturaleza humana es la de ser buscadores de placer. Tenemos más tiempo libre que las generaciones anteriores, ya que mucho ha sido automatizado y mecanizado por la tecnología y las máquinas. Nuestras vidas son ahora más «fáciles, rápidas y placenteras» que nunca, ya que tenemos más tiempo extra y necesitamos entrenarnos para moderar nuestra búsqueda de placer y facilidad. En otras palabras, nuestros días están llenos de experiencias que son de acceso instantáneo, poco esfuerzo y sacrificio y, en su mayoría, libre.
Hace más de 30 años, estudios mostraron que las personas más felices del mundo eran las que vivían en naciones industrializadas que tenían mucho que comer, usar y disfrutar. Hace 10 o 12 años llegamos a un punto de desviación donde estas naciones ricas se volvieron menos felices que las naciones pobres. Hoy en día, las personas que viven en países desarrollados y ricos son menos felices que los demás. Esto no tiene sentido, a menos que consideres nuestra incapacidad para controlar nuestros niveles de dopamina.
Esta realidad crea la paradoja del placer. Disfrutamos más que las generaciones pasadas que ya no sentimos la «abundancia» y necesitamos más. Es natural que adultos y niños busquemos experiencias placenteras, desde helados hasta divertidos videos de YouTube y viajes a Disney World.
¿Por qué nuestros bisabuelos eran más felices? La respuesta es muy sencilla: ellos no tenían otra opción sino vivir con placeres sencillos como salir al campo, tomar una siesta, contemplar el amanecer y el atardecer, y lo que mis abuelos más disfrutaban eran poner su mecedora en la puerta de la calle y ver las personas cruzar frente a su casa, saludarlos y platicar con ellos. Ayudemos a nuestros hijos a elegir bien y a disfrutar de las cosas más simples de la vida.